FOTO: BROOKE ALFARO para Patrimonio Humano
Dr. Ariel Espino
Director
Oficina del Casco AntiguoFOTO: NIKO PSOMAS para Patrimonio Humano
A lo largo de los años, el Casco Antiguo ha sido objeto de numerosas exhibiciones fotográficas, pero ninguna dedicada sistemáticamente al tema de esta importante muestra: los residentes del Casco.
La exhibición llega en buen momento, pues el centro histórico de la ciudad de Panamá ha estado, en los últimos años, sufriendo un drástico proceso de transformación social que lo convertirá durante la próxima década en un barrio inédito, nuevo, que no ha existido en ninguna de sus etapas pasadas.
Esta transformación implica, en primera instancia, el reemplazo del tipo de población que ha ocupado el Casco durante los últimos 60 años por residentes más pudientes, tanto nacionales como extranjeros. El Casco dejará de ser un barrio “popular”, para convertirse en otra cosa todavía en proceso de definición, y que conviene ir pensando.
La expulsión de familias de bajos ingresos se inició de forma masiva en la década de 1990, coincidiendo con la declaratoria de Patrimonio Mundial, la promulgación de la ley de incentivos (la cual, entre otras cosas, facilitó el proceso de desalojo), y el inicio de la inversión privada en apartamentos de alto costo. Entre los censos de 1990 y 2000, el corregimiento de San Felipe perdió un tercio de su población.
El hecho de que se diera una pérdida neta y drástica de población, y no simplemente un reemplazo por otros grupos sociales, apunta hacia uno de los procesos más preocupantes de la evolución reciente del centro histórico: la especulación inmobiliaria improductiva, que ha llevado a la proliferación de inmuebles abandonados, ruinosos o clausurados. Actualmente, hay en el Casco más de cien edificios en este estado (de un total de 830), muchos de los cuales estaban habitados hace apenas diez años o menos. Sus dueños, aprovechándose de las ventajas que ofreció la ley, desalojaron los inmuebles para dejarlos “engordando”, esperando el momento apropiado para invertir que, en muchos casos, no termina nunca de llegar. De esta forma, un barrio popular se ha ido reemplazando, no por un bario de lujo, sino por un barrio en ruinas.
El montaje de la exhibición Patrimonio Humano en las paredes y antiguas puertas de estos edificios abandonados proporciona una imagen oportuna y de gran peso simbólico. Las fotos parecieran hablarnos no de los residentes de hoy, sino de los de ayer –aquellos que ya se fueron, dejando a su paso cuatro muros sobre algunos de los lotes más caros de la ciudad de Panamá.
Pero estas fotos obviamente no se limitan a una mirada nostálgica. Hay otra apelación importante en estos rostros que va más allá de cuestionarnos sobre lo que se va. La exhibición también nos pregunta sobre lo que nos espera en el Casco Antiguo. ¿Realmente queremos que el Casco se convierta eventualmente en un barrio exclusivamente de lujo, dominado, como hoy se proyecta, por residencias de extranjeros, muchas de ellas, únicamente de temporada? ¿Sería este un modelo apropiado para el corregimiento que desde hace muchos años llamamos “cuna de la nacionalidad”? Si lo que esperamos es exclusividad social, es importante señalar que esto nunca ha existido en el centro histórico de Panamá. A pesar de la nueva muralla, y siguiendo el modelo de Panamá Viejo, la nueva ciudad de Panamá de 1673 se desarrolló como una urbe socialmente mixta, donde si bien los edificios eran propiedad de las familias más poderosas, tanto las plantas bajas como los llamados “entrepisos” se alquilaban a tenderos y artesanos de toda índole y de diversos medios. A principios del siglo XX, en una cuidad ya sin murallas hacia Santa Ana, se alternaban en el Casco Antiguo mansiones de varios pisos con grandes “casas de cuartos” donde residían lavanderas, planchadoras, parteras, zapateros, sastres y demás, quienes trabajaban para las familias del lugar.
Una vez consumado el éxodo de la elite económica hacia la década de 1950, el Casco pasó a ser un barrio casi exclusivamente popular, que ofrecía alojamiento económico y de cierta calidad (superior a las opciones de El Chorrillo y Marañón) a importantes sectores capitalinos e inmigrantes del interior. Es esta etapa la que recuerda muy bien toda una generación de panameños hoy mayores de 50 años, algunos de los cuales todavía residen en el Casco y otros que se esparcieron por toda la ciudad. De este período hemos heredado una imagen de San Felipe y sus alrededores como el barrio popular panameño por excelencia, caracterizado por una intensa vida comunal acentuada de música, comida y fiesta. Es este barrio de San Felipe el que de forma anónima está inmortalizado en las canciones costumbristas de Rubén Blades, y que con tanto éxito se compilaron en la obra musical Maestra Vida. El éxito de esta obra en los escenarios panameños es muestra de la resonancia que este escenario histórico tiene aún en toda una generación de panameños que crecieron en el “barrio”, es decir, en el Casco de la segunda mitad del siglo XX.
Cuando hoy hablamos del Casco como un destino turístico de gran potencial, conviene que nos preguntemos qué de “panameño” será capaz de ver el turista extranjero en el Casco dentro de diez años. ¿Quiénes se estarán asomando en los balcones? ¿Habrá aún niños caminando a la escuela o adultos mayores conversando en la plaza? El peligro es que experimenten básicamente una escenografía sin vida, una especie de Disneyworld, con casas cerradas o de poco uso, y calles alineadas de tiendas de souvenirs, es decir, un espacio que ha dejado de ser un barrio vitalmente panameño para convertirse en un gran mall al aire libre. Si el Casco de antes tenía un sabor a cerveza y pescado frito, este tendría, para volver a evocar a Blades, un sabor a plástico. Creo no decir nada controversial al sostener que un mínimo de diversidad social es esencial para que el Casco nos siga hablando, a propios y extraños, de lo que somos como sociedad y como cultura.
Muchos retos tendrán que ser enfrentados en los próximos años para evitar un Casco Antiguo frívolo e irrelevante. Históricamente, algunos hechos han contribuido de una y otra parte. El Casco perdió hace muchos años los establecimientos comerciales de convocatoria urbana. Restaurantes clásicos como El Boulevard Balboa o La Inmaculada florecieron en La Exposición, mientras que los que sí se quedaron, como el Café Coca Cola en Santa Ana, se hicieron cada vez más puramente barriales en su clientela. Más recientemente, han sido áreas como Vía Argentina las que han dado la pauta como centros del buen rato. ¿Surgirán nuevamente en el Casco restaurantes o locales de “visita obligada” para grandes sectores de la población? ¿Habrá algo para esos jóvenes que hoy no saben siquiera dónde queda el Teatro Nacional?
Por otra parte, el Casco ha tenido la fortuna de la permanencia y crecimiento del sector gubernamental de primer nivel a lo largo de los años. La presencia de la Presidencia, el Instituto Nacional de Cultura, el Ministerio de Gobierno y Justicia y, más recientemente, la Cancillería, es el mejor seguro contra la conversión del Casco en un simple parque de diversiones. Esta jerarquía política de nuestro centro histórico tiene que ser hoy complementada con una renovada jerarquía cultural: hacen falta más museos, galerías, escuelas de arte, quizás alguna universidad.
En la actualidad, tenemos la suerte también de contar con políticas y programas gubernamentales de gran visión. La aplicación estricta, por parte de la Dirección Nacional del Patrimonio Histórico del Instituto Nacional de Cultura, de las sanciones establecidas en la ley para edificios abandonados, es una de las medidas estatales más importantes para salvar al centro histórico de Panamá y compensar a la sociedad -de alguna manera y en la forma de nuevas residencias y más turismo- el sacrificio que miles de panameños han sufrido al ser exilados a la periferia de la ciudad. Los proyectos estatales de vivienda popular de los últimos años –La Boyacá, La Casa Rosada y otros- , a cargo del Ministerio de Vivienda, la Oficina del Casco Antiguo y la Junta de Andalucía, son también esenciales para compensar los efectos de la inversión privada de lujo y mantener al Casco anclado en nuestra realidad cultural. En todo el mundo, la experiencia muestra que la clave de los más exitosos centros históricos es la diversidad: diversidad funcional y diversidad social.
Pero el desarrollo de la vivienda popular en el Casco tiene, por supuesto, una justificación más allá de su utilidad cultural. La expulsión sin miramientos de miles de panameños a las afueras de la ciudad es en sí un acto injusto dadas las indudables repercusiones negativas –de desarraigo, de nuevos costos de traslado- que sufren estas familias. Aquí estamos hablando de un tema que en nuestro país prácticamente no se toca nunca: el derecho de todos al centro de la ciudad y a la cultura. Estamos acostumbrados a asumir que sólo los más pudientes tienen derecho a vivir en el centro, en las áreas más atractivas, y que a los pobres nos les queda otra que exiliarse en esos lejanos cinturones de pobreza que crecen día a día sin que los demás nos demos cuenta. De esta forma, el tiempo familiar y la cercanía al trabajo, a la cultura y a la identidad se convierten en otro privilegio más del poder económico. La vida en el centro -como la salud o la educación- se debe democratizar. Es hora de abogar que no es suficiente simplemente construir viviendas de interés social; también es importante dónde y cómo. Ni la ciudad ni el país se pueden dar el lujo de seguir con esta tradicional ideología segregacionista del panameño común. ¿Después de todo, no es a algo así a lo que nos referimos cuando decimos que el “patrimonio es de todos”?